Dinero: El verdadero hechizo que la iglesia de prohibió

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La última vez que saludé a Mariana fue en el aeropuerto de Puerto Vallarta. Ella iba sola rumbo a Cancún, a unas merecidas vacaciones de playa, mientras que yo partía hacia un congreso en una ciudad igual de interesante, aunque con un aire más académico que turístico. Nos cruzamos en la sala de espera, nos reímos de la casualidad y prometimos encontrarnos pronto con calma, sin el bullicio de las maletas ni los anuncios de abordaje.

Esa promesa la cumplimos hace unos días. Nos encontramos en un Starbucks, uno de esos que invitan a quedarse, con sillones cómodos, música de fondo y el aroma a café impregnando cada rincón. Ambos llegamos sin prisa, con la tranquilidad que da saberse en un buen momento de la vida: ella disfrutando de los frutos de su trabajo, yo con la satisfacción de sentirme avanzando.

Entre sorbo y sorbo, Ella a su café con leche y Yo al mío negro y sin azúcar, la conversación nos llevó a un tema que parecía inofensivo, pero terminó siendo todo lo contrario: el dinero.

-¿Te has fijado que el dinero siempre ha estado presente en todas las tradiciones antiguas? —me dijo Mariana, con esa seguridad que sólo tienen las personas acostumbradas a decidir su propio rumbo.

Me quedé pensando. Y sí, tenía razón. En los pueblos antiguos, desde los mercaderes fenicios hasta las culturas asiáticas, el dinero era visto como una herramienta legítima, parte esencial de la vida. Incluso en el judaísmo, donde los textos sagrados no rehúyen hablar del comercio, la riqueza o la buena administración, el dinero ocupa un lugar honorable. Pero luego contrastamos esa idea con el cristianismo. Y aquí fue donde la charla tomó un giro perturbador.

—Mira qué curioso —me dijo Mariana, bajando la voz, como si compartiera un secreto—. En el cristianismo, el dinero siempre parece ser el villano. Se le presenta como una amenaza, algo que aleja del cielo, casi como si tocar una moneda fuera pecado.

No pude evitar asentir. En las iglesias cristianas, desde las más sencillas hasta las más ostentosas, el mensaje es repetitivo: vivir con humildad, rechazar la ambición, desconfiar de las riquezas. El dinero se convierte en símbolo de tentación y peligro… pero solo para los fieles.

Porque, irónicamente, los mismos sacerdotes, pastores y dirigentes que predican esa desconfianza siempre aseguran sus diezmos. Y no es poco: diez por ciento de los ingresos de cada creyente, mes tras mes, año tras año. Una fórmula perfecta para mantener a la feligresía lejos del dinero, mientras la jerarquía lo acumula sin pudor.

Mariana tomó otro sorbo de su café y dijo:

—Lo perturbador es justo eso. Que quienes deberían enseñar equilibrio, terminan promoviendo una especie de alejamiento del dinero… excepto para ellos.

Y ahí quedamos, reflexionando. En todas las tradiciones antiguas el dinero era reconocido como parte de la vida, pero en el cristianismo, pareciera que se le quiere arrancar de las manos del pueblo, mientras se le guarda cuidadosamente en las arcas de las iglesias.

La conversación fluyó sin prisas, como lo hace el café caliente en la mañana. Al salir de Starbucks, ambos teníamos la sensación de haber tocado un tema incómodo, de esos que muchos prefieren evitar. Pero también nos quedó clara una idea: el dinero no es un enemigo. Es una herramienta, un símbolo de intercambio, un puente hacia oportunidades. Y quizás lo más sano sea aprender a mirarlo de frente, en lugar de seguir menospreciando su importancia detrás de sermones.

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