Cuando quería ser Omar, pero acabé siendo Lucifer de nuevo

casa rosada 78242 1280

Aunque es cierto que los vallartenses vivimos en u paraíso terrenal, también nos vamos de vez en cuándo, ya sea por trabajo o para vacacionar. Hoy toca que les cuente mi viaje a Argentina, cuando todavía la crisis económica no se instalaba por completo allá.

Mi aventura comenzó mucho antes de pisar las calles bonaerenses. Fue en la madrugada helada de Santiago de Chile, haciendo escala. El reloj marcaba las cinco y treinta de la mañana (hora local), y no era solo el frío del invierno chileno lo que me calaba los huesos. Era la distancia. Esa sensación de estar lejos de mi país, de mi casa, de mi rutina y, sobre todo, de Cecilia, mi esposa. Pedí un café y esperé pacientemente. ¿Me quedaba otra?

Volví a volar a las ocho y, dos horas después, el avión aterrizó en Ezeiza. Aquí debo explicar algo para quienes no han viajado para allá: Cuando menciono Ezeiza, me refiero al Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini, que es el principal aeropuerto de Buenos Aires y, de hecho, de toda Argentina. Es la puerta de entrada para la mayoría de los vuelos internacionales que llegan al país, incluyendo el mío desde Santiago de Chile. Dicho esto, continuamos.

Buenos Aires me recibió con un aire distinto, pero con una promesa velada de algo nuevo. Me instalé en un hotelito con encanto en Palermo Soho, de esos con balconcitos que daban a la calle, perfectos para percibir la vida porteña que bullía bajo los árboles. Una delicia comparado con la seriedad del curso que venía a impartir. Y claro, mi reencuentro con Laura fue como una bocanada de aire fresco. Ella, mi amiga de mil batallas, con esa energía contagiosa que te hace olvidar cualquier melancolía.

Desde que nos saludamos, su acento porteño ya era pura música. «¡Omar, che! ¡Por fin llegaste, pibe! ¡Qué alegría verte, boludo!», me recibió con un abrazo apretado y esa forma de hablar que ya me estaba pegando.

Hay muchas cosas que contar sobre ese viaje de poco más de treinta días, pero esta bien vale la pena: Una noche, Laura me arrastró a un bodegón en San Telmo. No era cualquier lugar. Era de esos que la gente de aquí te dice «es un clásico, che». Mesas de madera gastada, fotos sepia en las paredes que contaban historias de tangos viejos, el barullo de la gente charlando a los gritos (porque los argentinos todavía se sienten italianos) y ese olor a asado y vino tinto que te abrazaba. El alma de Buenos Aires, directo a la nariz.

Antes de que sus amigas llegaran, Laura me habló con una seriedad que no era propia de ella, pero con un brillo divertido en el tono. «Che, Omar, un dato importante antes de que lleguen las pibas. Acá, no pidas pan dulce o conchas, ¿eh? En Argentina, eso es otra cosa. El pan dulce es como para Navidad, y las conchas… bueno, mejor ni preguntes. Pedí medialunas, facturas, lo que quieras, ¡pero no esas!» Me soltó la advertencia con una risa contenida, y yo me reí, prometiendo tener cuidado con mi léxico mexicano. Aquí vale la pena aclarar que en Argentina se le llama «concha» a la vagina. No es como en México, que las conchas son panes.

Nos íbamos a encontrar con sus amigas: Sofi, Luján y Cata. Un trío de argentinas auténticas, con esa chispa y ese acento que te enamora de inmediato. Desde el primer momento, noté su curiosidad por mi forma de hablar. «¡Ay, qué lindo acento tenés, Omar! Parece de esas novelas de TELEVISA», me comentó Luján, y las otras asintieron, como si estuvieran ante un personaje salido de la pantalla. Había una fascinación en su voz, una atención distinta cuando yo pronunciaba cada palabra.

Después de los saludos de rigor, con besos en la mejilla y ese «hola, ¿todo bien?» tan suyo, Laura, con una sonrisa más grande que el Obelisco y esa picardía tan suya, soltó la bomba. Y aquí es donde la cosa se puso surrealista, aun para mí que ya estoy acostumbrado a los vericuetos del alma.

«Chicas, les presento a Omar,» dijo Laura, arrastrando las palabras con ese tono porteño. «Él es abogado, sí, ¡pero la posta es que es un consejero espiritual que te deja la cabeza explotada! Tiene una intuición que te levanta de la silla, ¡un don!»

¡Pum! Así, sin anestesia. Aunque es cierto (y vayan disculpando mi falta de humildad porque en serio, no la tengo), nunca lo había dicho de esa forma tan directa en una primera impresión social. Antes de que mi cerebro procesara la información y mi boca pudiera explicar que mi viaje era por otro tema, Sofi, con una energía que te perforaba el alma, se me abalanzó.

«¿En serio? ¡Qué groso! Mirá vos, justo ando con un quilombo de aquellos. Necesito una sesión con vos ya, ¿eh? Decime, ¿cuánto me cobrás?»

Luján y Cata le siguieron, susurrando «¡Sí, por favor! A mí también me hace falta un cable a tierra, ¡estoy re quemada!» Y luego, Luján, con una picardía que te desarmaba, me soltó: «Y encima, ¡qué fachero que sos!»

Ahí fue cuando mi mente entró en modo bucle. «¿Fachero?» me pregunté. ¿Qué diablos significaba eso? Por el contexto, y la forma en que lo dijeron, asumí que era algo bueno, ¿no? Más tarde, Laura me sacaría de la duda, explicando que «fachero» significaba guapo y carismático, una combinación que, según ellas, yo poseía. Pero lo de «consejero espiritual» ya lo tenía asumido. Lo que me sorprendió fue la inmediatez y el ofrecimiento de pago. Antes de que pudiera aclarar que mi agenda estaba para un curso de otra cosa, ¡ya estaban sacando billetes de cien pesos argentinos!

«No, chicas, en serio, yo…»

«¡Dale, no seas careta!», me interrumpió Sofi, riéndose a carcajadas. «Un pibe tan fachero y con ese don, ¡tenés que cobrarnos! Es por tu tiempo, che.»

Y así fue. Entre copas de un Malbec delicioso y unas empanadas que te hacían querer casarte con la cocinera, terminé dando «sesiones de orientación» improvisadas. Ellas hablaban de sus líos amorosos, de sus dramas laborales, de la vida en general. Y yo, que apenas las conocía, escuchaba con atención y dejaba que mi intuición fluyera. Y lo más increíble: ¡parecía que les caía como anillo al dedo! Se les alegraba la expresión, me daban las gracias efusivamente, como si les hubiera revelado los secretos del universo.

Cuando salimos de ese bodegón, ya bien entrada la noche, el aire de San Telmo estaba impregnado de magia. Caminamos por esas calles, escuchando un bandoneón lejano que nos envolvía en una melancolía bonita. Y ellas, a mi lado, seguían agradeciéndome, convencidas de que había sido una especie de revelación divina.

Lo más sorprendente vino después. Antes de despedirnos, las tres se voltearon hacia mí. «Che, Omar, ¿te podemos caer al hotel mañana?» preguntó Sofi. Luján añadió: «¡Sí, a ver si tenés un huequito para charlar tranquilos!» Y Cata remató: «¡Claro, pero una por una, así es más íntimo, ¿viste?!» Mi agenda, que estaba planificada para un curso ajeno a todo esto, de repente se llenó de sesiones espirituales individuales. Así nomás, sin escalas, en mi propia habitación de hotel en Palermo.

Esa noche, descubrí que Buenos Aires no es solo tango y edificios imponentes. Es una ciudad que te sorprende, te envuelve, te confunde y te abraza con una calidez que no esperas. Aprendí que la gente te abre el corazón (y las mujeres otras cosas) con una facilidad que, sinceramente, pensé que me costaría más trabajo. Mi viaje se transformó en una inesperada misión espiritual.

2 2 e1735950988283

Más Revelaciones de
El Príncipe

Deja un comentario

comparte
Share

¿Quieres descubrir los secretos de la Santa Muerte?

El LIBRO que estabas esperando: descubre cómo conectarte con su energía de forma respetuosa y poderosa. Aprende quién es, cómo comunicarte, construir un altar y realizar pactos de manera segura. ¡Adquiere este conocimiento único hoy!

La Voz de Satán
Política de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.

Más información sobre la política de privacidad: Política de Privacidad