El brujo del sendero izquierdo: Un caminante solitario entre multitudes

 

sendero izquierdo

Muchos de mis discípulos, con el paso del tiempo, me repiten una frase que ya he escuchado demasiadas veces: “Maestro, yo he seguido el sendero de la mano izquierda… pero me estoy quedando solo.”

Y no los culpo. Lo entiendo bien. Lo he vivido. Seguir el camino de la mano izquierda, de verdad, no de nombre ni por moda, no es simplemente vestirse de negro, desafiar símbolos o citar frases altisonantes. Ser brujo negro, como luego nos dicen, es otra cosa: es vivir con lucidez, caminar con irreverencia y tener la osadía de ser uno mismo en un mundo que exige sumisión bajo distintos disfraces: religión, familia, pareja, trabajo, sociedad. Y eso, tarde o temprano, cobra un precio. Uno muy claro: La soledad.

No hay reglas, pero hay consecuencias inevitables

No hay un código rígido para seguir el sendero. Nadie te obliga a creer en algo específico ni a seguir un ritual obligatorio. Cada quien encuentra su camino, su símbolo, su filosofía personal. Pero aun sin reglas fijas, hay un patrón que se repite: El que decide tomar este camino con seriedad, va perdiendo compañía. No porque la busque perder, sino porque el entorno no soporta a quien no se somete.

Tu libertad molesta. Tu falta de fe ofende. Tu pensamiento crítico incomoda. Y de pronto, ya no te invitan. Ya no te consideran. Ya no te toleran.

Vivimos en una época donde todos dicen ser “inclusivos”, “abiertos” y “tolerantes”, pero esas palabras se esfuman en cuanto alguien se presenta como brujo. Ahí se acabó la apertura; ahí comienzan las miradas de sospecha, Las preguntas disfrazadas de preocupación, los comentarios pasivo-agresivos y lo más común: El rechazo disfrazado de silencio.

La hipocresía social hace que muchos finjan apertura, pero son muy pocos los que realmente toleran la irreverencia. Menos aún los que la entienden. Y menos todavía, los que la comparten. Lo vi claramente cuando trabajé para el gobierno municipal de Puerto Vallarta y voy a contarte esta anécdota como un ejemplo sencillo de lo que te digo:

Una de las compañeras, muy cercana al jefe (demasiado cercana, para decirlo sin rodeos), tuvo una ocurrencia: imponer la regla de que todos debíamos comer sano en la oficina. Nada de carnitas, tacos, tortas o comida chatarra. Todos teníamos que pesarnos una vez al mes (y ay de aquel que no hubiera bajado) y seguir esa línea saludable… aunque en nuestros contratos no existía tal obligación.

Pero como ella tenía influencia directa sobre el jefe, la medida fue aceptada. Y entonces empezó el pequeño reinado del absurdo: Se aprobó que Ella nos vigilara lo que comíamos, nos señalara si llevábamos refresco, y nos midiera como si fuéramos parte de un campamento infantil.

Me importó un bledo. Sacudí la oficina cuando dije en voz alta y firme: “Yo no pienso participar. Nada me obliga y la comida sana no me apetece.” Silencio. Miradas. Incomodidad y un llamado al despacho del jefe, donde le reafirmé lo que haría y le recordé que no tenía la facultad para obligarme.

«De acuerdo abogado, no puedo obligarte; de hecho, esto es algo opcional, pero nos gustaría que lo hicieras por ti para cuidarte.» No me convenció con su discurso suave y pretencioso, así que dejó que Yo hiciera lo que me diera la gana.

Pero Él casi nunca estaba en la oficina y dejaba de encargada a la «come sano». Así que, desde ese momento, fui tachado de irreverente, grosero, inconsciente, agitador. Lo que no esperaban es que otros empezaran a decir lo mismo que Yo. Uno a uno, los compañeros se fueron soltando de la presión absurda. Y al final, la promotora del “come sano” se quedó sola. Con su plan, con su regla, con su supuesta moral superior. Y ahí aprendieron muchos una lección: El que se atreve a ser el primero en decir que no, rompe el hechizo del rebaño.

El precio de no fingir

Seguir el sendero izquierdo no significa odiar al mundo. Significa no fingir para pertenecer. Significa no vender tu libertad por aceptación social. Significa tener el valor de decir “no” si no te parece, aunque todos asientan. Y cuando haces eso, quedas fuera del grupo.

Pero aquí va la verdad más profunda: No estás solo. Solo estás dejando de estar rodeado de los que nunca te conocieron de verdad. Estás limpiando tu entorno. Estás afinando tu frecuencia. Te estás deshaciendo de quienes solo te aceptaban mientras fingías ser otro.

De todos los que te rodean, pocos demostrarán verdadera apertura. Menos aún soportarán tu lucidez sin asustarse. Y serán rarísimos los que entiendan lo que realmente buscas. Pero esos pocos valen más que cien conocidos que te exigen que te traiciones para no incomodarlos.

Ahí, en ese puñado de personas, encuentras verdadera compañía. Gente con la que puedes ser… y permitir que sean. Sin máscaras. Sin poses. Sin culto a la corrección política ni simulación emocional.

A quienes me dicen: “Maestro, me estoy quedando solo”, Yo les respondo: Te estás quedando contigo. Y contigo basta. Lo que viene después, las conexiones auténticas, las alianzas sinceras, las amistades con base en la libertad, no serán muchas, pero serán reales. Y lo real, en este mundo de teatro, es una bendición para los condenados a ver más allá.

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