El esplendor de la sombra
¿Has sentido tú también que, al caer la tarde en octubre, algo cambia en el aire de tu hogar? No es solo el frío que se cuela por las ventanas o la luz que se apaga más pronto; es una densidad, un peso invisible que se asienta sobre los umbrales. ¿Que cuando el sol se oculta y la noche extiende su manto, al levantarte para beber agua o al caminar al baño, algo se hace presente? Yo lo he vivido desde que me dedico a la brujería, y no lo tomo a la ligera, porque sé que esa sensación no es producto de la fatiga o de una imaginación desbocada, sino el eco de una realidad inminente.
Y este año no ha sido la excepción. Desde hace semanas, cuando la luz del día retrocede y la oscuridad se instala antes —cada vez más profunda, más envolvente—, percibo con claridad: las presencias se alocan. Es ese instante liminal entre la vigilia y el sueño, esa franja de sombra en la que la conciencia se afloja, el momento en que dormido o medio despierto me levanto, cuando la casa parece respirar distinto. El silencio se vuelve más ruidoso, cargado de expectativas. Un leve estremecimiento que recorre la piel, un susurro gutural que no proviene de este mundo de lo tangible, una sombra que se desvía del curso de las demás, que se mueve con una intencionalidad propia. Entonces sé con una certeza escalofriante: algo ha cruzado el umbral, ha roto la delgada membrana que separa el Aquí del Más Allá.
Pero eso no es todo; el asalto no solo es físico. Los sueños también cambian, mutan en un lienzo más vívido y aterrador. Los colores se tornan más intensos, casi hirientes; los sonidos son más definidos, como si se hubiese quitado un filtro al mundo onírico. Sueño con puertas que no existen en mi arquitectura real, pero que se abren a pasajes de conciencia olvidados; con el recuerdo de mis muertos que, en lugar de consolar, me interpelan y se desvanecen justo al tocar el borde de la conciencia, dejando un vacío helado; con ecos de pasos que siguen mis propios pasos en un laberinto sin fin. Es como si el velo entre el mundo de los hombres, el plano de la materia, y el reino de lo invisible, de lo numinoso, se hiciera peligrosamente más fino, hasta ser casi transparente. Y no es por azar, no es un mero capricho del destino.
Porque octubre no es un mes cualquiera. Es el mes de la Gran Conjunción, el punto álgido del descenso, donde la rueda del año celta marca la fiesta de Samain (que significa «fin del verano» y comienzo de la oscuridad invernal, según la tradición ancestral). Es el mes en que los demonios reclaman su tiempo, el espacio que por derecho les corresponde en la rueda cósmica. En que la noche abre su reinado por seis meses, donde la oscuridad gana terreno sobre la luz y las sombras, esas entidades sin rostro ni nombre, toman voz, se vuelven sustancia. Es la “fiesta del diablo” —sí, así lo llamo, sin eufemismos— cuando esos seres que acechan en lo recóndito de los planos sutiles, y los demonios internos que todos llevamos anclados al alma, alzan la cabeza y exigen atención.
Cuando hablo de demonios, la visión no se limita a figuras espectrales o criaturas con cuernos y tridentes. También hablo del peso guardado y silente en el corazón, de ese temor atávico que paraliza, de la culpa que no se pronuncia y corroe desde dentro, del deseo voraz que no se confiesa ni se permite ver la luz del día. Todos tenemos esos demonios que viven de nuestros tabúes y represiones. Y ahora, en este tiempo de grieta cósmica, emergen con más fuerza, bebiendo de la noche extendida.
Las presencias que siento salen directamente de ese reino, ese plano inferior que se acerca al nuestro: porque el sol se oculta, porque la noche se hace espesa y densa, y los deseos, esos deseos impronunciables a los oídos de los puritanos y los moralistas, comienzan a exigir ser atendidos, a reclamar su lugar. Al andar en la casa, al tomar agua en la penumbra de la medianoche, siento que algo me observa, y no con odio necesariamente, sino con una atención penetrante, evaluadora. Y en los sueños, esas visitas nocturnas cobran forma, articulan demandas, siembran inquietudes. Se convierten en un espejo oscuro donde se refleja lo que reprimimos ser.
Por eso te digo, brujo, iniciado, o simple mortal sensible: ese es el sabor, el hedor y el poder de Samain. Prepárate. No huyas del miedo, porque es el guardián de la puerta: míralo a los ojos, con la calma de quien reconoce a un viejo conocido. No ignores su enseñanza, sino que escúchalo en tu sueño, en la quietud de la tarde que muere. Porque si bien la noche se extiende y sus sombras son poderosas, no eres su presa indefensa. Eres brujo de tu vida, guardián de tu hogar, vigía y rey de tu propio reino interior. Reconoce las formas que surgen de la oscuridad, acoge sus enseñanzas, aprende de lo que te muestran, y si debes actuar —con palabra conjuradora, con canto de poder, con silencio ritual y solemne— hazlo con determinación.
Y cuando la oscuridad avance sobre cada rincón y las sombras caminen por las paredes de tu morada, recuerda, grábatelo a fuego en la mente: no estás solo en esta vigilia. Porque aunque los demonios se alocan y el velo se rasga, tú también puedes y debes reclamar tu poder, el cetro de tu voluntad. Que este octubre, al caer el sol, no sea simplemente un mes de temores heredados, sino un mes de profundos descubrimientos. Un tiempo de Presencia absoluta, de sueños proféticos y de Fuerza personal inconmensurable.
Sexo, venganza y muerte. ¡Salve, Satán!
