El Príncipe Lucifer y la Lección de la Sopa Aguada

sopa

Por: La Bruja Celestina

¿Cómo se disfruta la vida sin pensar en los demás? Mi papá me dice que aunque respeta mi decisión de estudiar en colegio católico, las monjas y los curas me han embotado el cerebro, y tal vez tenga razón. Les cuento:

Una noche en la Ciudad de México, a la hora de la cena, habíamos pedido comida de ese restaurante caro que le gusta al Príncipe. Entre los platillos principales de carne y mariscos que nos mandaron en el pedido, venía como entrada una sopa aguada de fideos con verduritas. A mí me gusta, es sencilla, de esas que te caen bien al estómago, pero mi papá puso cara de disgusto. La hizo a un lado con cierto desdén.

«No, no me gusta», dijo con esa voz que usa cuando algo le fastidia. «¿Una sopa para mariscos y carnes? Deberían haber mandado una crema.»

Yo, que siempre trato estúpidamente de orientarlo, no pude evitarlo. Me salió del corazón. «Papá, en África los niños se morirían por un plato de esta sopa». Lo había escuchado en clase y me pareció la frase perfecta para hacerlo recapacitar. Olvidé que al Príncipe Lucifer no se le dicen esas cosas, no porque sea violento conmigo, sino porque luego viene una lección fuerte que aprender.

Y en efecto: Él volvió su rostro hacia mí por un segundo, serio. Dejó el tenedor y con una tranquilidad que me heló los huesos, me respondió: «Pues llévales mi sopa a los niños de África».

Me quedé helada. Había caído de nuevo en sus manos. Me había puesto a disposición para una más de sus frías lecciones y ahora tenía que aguantármela. En ese momento, no supe qué decir. Mi mente se quedó en blanco. Sabía cuánto disfrutaba enseñarme así, y aunque me cuido de no caer, lo había hecho de nuevo. ¿Y cuál era su enseñanza?

Él había hecho su parte: No le gustaba la sopa y, puesto que Yo había propuesto lo de África, me la regaló. Yo tenía ahora la misión de llevarla.  Justo entonces, mi mamá soltó una sonora carcajada. Yo la miré extrañada. ¿Cómo podía reírse de algo así? Pero ella, con calma, me aclaró con ese acento bonaerense suyo: «No te burlés de los que están en la lona, pero tampoco de los que tienen la vida resuelta. Tu viejo solo quiere mostrarte que las cosas no son tan fáciles como te las pintan en la iglesia. No les podés llevar la sopa, ¿verdad? No todo es tan blanco o negro, mi amor. ¡Apréndelo, nena!»

No sé cómo hace mi madre para entender lo que mi papá quiere decir, pero sé que tiene razón, aunque me cuesta. Mientras la gente muere de hambre en otros lugares, él, y mi madre como su más fiel seguidora, viven como si nada pasara. A veces, me da miedo pensar en la burbuja en la que vivimos. En lo fácil que es para él quejarse de una sopa, cuando en otros lugares la gente daría lo que fuera por algo para comer. ¿Cómo hacerle entender lo superfluo de su vida?

Esa noche recé pidiendo claridad; y en ese instante, entendí que no se trata de blanco o negro, de ser bueno o malo, sino de aceptar la incoherencia. La pregunta no es cómo disfrutar la vida sin pensar en los demás, sino si realmente puedes. Quizás la respuesta sea que no se puede y mi padre, que vino a la vida más temprano que Yo, lo ha entendido. Quizás la única manera de disfrutar de la sopa, del privilegio, es reconociendo que no todos tienen la fortuna de tenerla.

Por la mañana, mientras Yo preparaba unos hotkakes, el Príncipe se acercó a mí, me abrazó y me dijo: «La vida no es un plato de sopa que puedes regalar, es un regalo que te dieron, y la única forma de honrarlo es viviendo a la altura de ese privilegio. Sin culpas.» Sentí entonces que había recibido respuesta, y me sentí liberada. Cosas tontas de niña católica, lo sé; pero entendí que quien considera la sopa como un privilegio soy Yo, no Él. A Él no le gusta y lo reconoce sin miedo. Tal vez esa sea la clave de su felicidad en este mundo tan injusto.

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