Encerrando a la Santa Muerte: Cuando la Arrogancia Adolescente Chocó con el Cosmos

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Hoy, mientras el café negro y amargo me trae recuerdos como el que voy a contarles, me siento a compartirles una lección, no de esas que vienen en pergaminos antiguos o que se susurran en rituales nocturnos, sino de las que se graban a fuego en el alma por la pura vergüenza. Es una historia de mis inicios, de cuando la impaciencia y la arrogancia adolescente chocaron de frente con la paciencia y el poder del universo, que considero que todos deben leer; pero más aún, quienes quieren ser brujos. Una lección que, por fortuna, me hizo crecer.

El nombre de la Santa Muerte evoca en mí no solo respeto y devoción, sino también una sonrisa torcida de bochorno. Había un tiempo, allá en los albores de mi despertar, cuando la adolescencia me carcomía las entrañas con su impaciencia y su afán de tenerlo todo al instante. Deseaba algo con la furia de un volcán a punto de estallar, algo que sentía absolutamente vital para mi existencia en ese momento. Y, como muchos de ustedes seguramente han experimentado en sus propias pieles, cuando la manifestación no fue inmediata, mi lado inmaduro y poco consciente se hizo cargo.

Me había acercado a la Santa Muerte con la vehemencia de un joven impetuoso, pidiéndole con fervor la caída de uno de mis enemigos. Pero la energía de la Santa Muerte, sabia y eterna, tiene sus propios tiempos, sus propios designios. Tiempos que un cerebro adolescente, aún sin madurar, es incapaz de comprender o respetar. Todavía no entendía que para que un propósito mágico se cumpla, se lo pidas a quien se lo pidas, tienen que moverse muchas circunstancias y, por tanto, el deseo no puede venir de inmediato, y menos cuando estás tan afanado.

Y así fue como, en un arrebato de crasa inmadurez, la tomé. Sí, a su imagen, la que yo mismo había consagrado con tanto celo. Y la metí en un viejo maletín de cuero raído que tenía guardado en un rincón. Así, tal cual. Con la convicción absurda, casi risible ahora, de que, encerrada, de alguna manera mágica, me cumpliría el capricho. ¿Pueden imaginar la escena? Un joven pretencioso, creyéndose capaz de doblegar la voluntad de una deidad, encerrándola en un maletín como si fuera un juguete.

Por supuesto, no sucedió. Ni un ápice. Nada. Ni un atisbo de lo que tanto anhelaba. Y claro que no sucedió. ¿Cómo iba a hacerlo? La magia no funciona así. El universo no se doblega ante los berrinches de un mago niño. Mi enemigo, aunque nunca supo de mi deseo, acabó burlándose de mí y vivía tan campante como siempre.

Analizándolo ahora, con la distancia que otorgan los años, la experiencia acumulada y las incontables noches de estudio y práctica en la oscuridad, solo puedo reír y sentir una punzada de vergüenza por aquel acto de inmadurez supina. Pero también es obvio que así sucediera. Era apenas un mozalbete que se iniciaba en esto de la magia, sin medir consecuencias, sin entender los tiempos del cosmos, ni la paciencia que requiere la verdadera sabiduría.

Hoy, cuando siento que la vergüenza me muerde por ese, y todos los errores cometidos en mi mocedad, recuerdo que los magos, los hechiceros, los brujos, al iniciarnos también somos primero niños. Con sus inocentes fantasías y su visión egocéntrica del mundo. Luego, nos transformamos en adolescentes inmaduros, que creen que pueden doblegar el universo a su voluntad, sin entender absolutamente nada de sus flujos y sus corrientes. Y finalmente, solo después de tropezar, caer, aprender y, a veces, avergonzarnos de nuestros propios errores —como el que les cuento hoy—, llegamos a lo que se llama la adultez. Una adultez que nos permite comprender, respetar y, sobre todo, honrar los caminos del misterio.

Esa fase adulta es donde la impaciencia da paso a la paciencia, y el berrinche a la verdadera voluntad. Es donde comprendemos que no se trata de forzar, sino de alinear. De escuchar, no de exigir. Y sí, al final, a pesar de aquel inicio tan peculiar y vergonzoso, logré lo que deseaba (que mi enemigo mordiera el polvo), avancé en mi camino y me convertí en lo que soy. Supongo que incluso los errores más grandes tienen algo que enseñarnos, y que incluso los más tontos berrinches pueden ser los cimientos de una gran sabiduría.

Y se los cuento para que aprendan, pero también, para que vean que no hay persona infalible en este mundo. Si este relato les ha resonado o les ha despertado la curiosidad sobre la Santa Muerte y sus misterios, los invito a profundizar más en mi libro «Habla la Santa Muerte». En él, comparto conocimientos y experiencias que les ayudarán a entender mejor esta poderosa entidad y a evitar los errores de un iniciado impaciente. Pueden obtenerlo en formato PDF en este mismo sitio.

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