Los huevitos del brujo: Cuando todo se tuerce en el altar

Los rituales, sea que los hagas mentalmente o que los celebres ante tu altar, requieren respeto y solemnidad. No es nomás encender la vela y decir el conjuro; no es solo decir: «Yo pico el muñeco para que al otro le vaya mal». Se trata de tener la conciencia y presencia en lo que se hace, después de haber pensado, y medido muy bien, todas las consecuencias que los efectos de tu ritual traerán.
¡Piénsalo! Hoy cualquiera puede tener acceso a recetitas disfrazadas de conocimiento oculto porque en todas las redes sociales hay rituales publicados para lograr lo que quieras, y muchas veces, por personas que no son brujos iniciados y solo buscan seguidores. Y ahí tienes al ama de casa, que no sabe ni entiende nada sobre lo oculto, invocando fuerzas que desconoce para que su marido vuelva o para que deje el vicio. Hombres y mujeres expuestos a energías que no saben manejar porque cualquiera puede comprar una caja de fósforos y una vela negra, o murmurar palabras en la penumbra; pero los resultados, las consecuencias, son un infierno para el desprevenido.
Ahora bien, entiéndase esto: Yo aplaudo que quieran arreglar las cosas con magia porque la religión no les funciona, y créanme, me siento contento de que lo intenten; pero ese no es el problema. El verdadero peligro surge cuando algunos se atreven a manipular energías que no conocen ni comprenden, como niños jugando con cuchillos afilados. Creen que el universo es su patio de juegos personal, sin entender que la energía que invocan es una espada de doble filo y aquí es donde viene lo negativo.
Los no iniciados no comprenden que celebrar un ritual sin el respeto y la solemnidad que esto requiere, y abrir puertas sin la debida preparación, trae como consecuencia que estas puertas ya no puedan cerrarse. Jugar con lo desconocido sin el conocimiento y el control necesario es invitar a la desgracia a su mesa. Lo que ellos creen que es un atajo puede convertirse en un callejón sin salida, donde la energía que buscaban los consumirá lentamente.
Y entonces, todo se tuerce frente al altar porque, ante cualquier manifestación que no pertenezca al mundo material, el sistema nervioso reacciona de formas que no podemos prevenir. Te concentras en un ritual para invocar a un ser querido que ya falleció, repites su nombre y sientes la calidez de su recuerdo. De pronto, un aroma familiar, el perfume que usaba esa persona, inunda la habitación. Es una señal de que está cerca, un indicio de que lo estás logrando. Sin embargo, en lugar de sentir calma, un pánico visceral te invade. El sistema nervioso, sin previo aviso, colapsa. El cuerpo no puede soportar la presencia de algo que no es del todo físico, y reacciona de la única forma que conoce: con un ataque de ansiedad. El miedo es una fuerza que se propaga por tus venas, tus manos tiemblan, la voz se te quiebra, y el ritual se rompe. La puerta que abriste no se cierra, y tú, en medio del terror, ya no tienes el control. ¿Qué harás?
En otros casos, la manifestación no es tan personal. Estás invocando demonios, recitando palabras de poder, y de repente el clima cambia. Algo (o alguien) te apaga las velas, o un lamento se escucha desde una esquina del cuarto. Una energía extraña, quizás un intruso, se coló por la puerta que dejaste abierta. Tu intención era una, pero la consecuencia es otra. El desequilibrio en tu altar, la ruptura de la concentración por un suceso ajeno, te hace perder el control. No sabes qué hacer. El pánico se apodera de ti, y te das cuenta de que la fuerza que llamaste está fuera de tu alcance, sin que puedas revertir lo que ya hiciste.
Y si a todo esto le sumamos que la celebración de cualquier ritual exige la desnudez física, la vulnerabilidad se vuelve un abismo. No me malentiendas: no es el frío o la vergüenza, es la cruda exposición. La ropa, aunque no lo parezca, es una armadura psicológica que te da una falsa sensación de control. Cuando te la quitas, te despojas de esa última barrera que te separa de lo desconocido. Imagina estar ahí, de pie y sin nada, cuando una fuerza que no puedes ver ni tocar se manifiesta. Tu piel, cada poro, se convierte en un sensor. El menor cambio de temperatura, un suspiro en la penumbra, un eco que no debería estar ahí… cualquier manifestación te golpea de lleno, sin filtro. Es un golpe directo a los sentidos, que puede desencadenar una reacción de pánico en tu sistema nervioso, porque en el fondo, tu cuerpo, desprotegido, está gritando que está en peligro. Y en ese estado, un tropiezo mental puede romper el rito y dejarte, desnudo y aterrorizado, a merced de lo que has despertado.
Si hasta los más preparados podemos desquiciarnos, imagina lo que puede ocurrirte a ti, que no eres iniciado. No intento persuadirte para que no celebres rituales; mi punto es que para hacerlo, hay que tener el conocimiento, respeto y seriedad, y de eso nunca te hablarán en las redes sociales. Así que, antes de atreverte a cruzar el umbral, detente y mira al abismo. No es un juego. Es un camino de poder y responsabilidad. Si no estás preparado para pagar el precio, mejor quédate en el cristianismo, en la ignorancia, donde la noche es solo la ausencia del sol.
