Por qué mi teléfono se murió después de un pacto demoníaco para conseguir clientes.

Recuerdo aquella ocasión en que, queriendo atraer más clientes que me contrataran como abogado, decidí atar la energía de un demonio a mi teléfono celular. En ese entonces el ritual salió mal, porque no fui específico; de modo que atraía todo tipo de gente: Los que podían pero no quería pagar, los que querían pero no podían, los curiosos que ni querían ni podían pero les encantaba preguntar, y también, aunque más poquitos, los que sí querían y también podían pagar.
Era una gran pérdida de tiempo y en aquel entonces, también era decepcionante porque, aunque lo que voy a decir suene mal, nadie quiere gente sin recursos en su negocio. No era eso lo que había pedido. Pero entonces… ¿Qué había pasado?
Por mucho tiempo no supe por qué las cosas no habían funcionado como quería, hasta que recordé mi deseo como lo había escrito y supe que si algo andaba mal, era Yo. Cuando haces un ritual para ti, el único responsable eres Tú. No es el demonio porque, de hecho, Él estaba haciendo lo que Yo había solicitado y por tanto, cumplía a cabalidad con su parte; la cosa era que Yo me había expresado de forma tan ambigua, que no estaba recibiendo lo que realmente deseaba, sino lo que pedí.
Cuando haces pacto, o algún trato con los demonios, o cualquier otro ente, debes ser lo más específico posible, pero no en el “cómo”, sino en la descripción de lo que deseas ver manifestado. El trato puede ser buenísimo, pero si no expresa lo que realmente deseas, entonces no te funcionará de nada. Verás que te llegan cosas parecidas, pero no exactamente lo que pediste porque el universo obedece a dos cosas: Tus palabras, y la emoción con la que las dices. Si uno de estos dos elementos falla, el otro también y tu trato será malo.
¿Ya me dio el síndrome del abogado? No. O bueno… Probablemente sí; pero es que los tratos con los entes son iguales a los tratos comerciales que haces con tus semejantes: Si no hay algo claro, cada parte creerá que está cumpliendo con lo que hace y al final habrá problemas.
Cuando me di cuenta de mi error, lo primero que hice fue cancelar el trato. Ojo, un trato con un ente no es tan sencillo de anular, pero afortunadamente en mi caso solo había «pedido» un deseo, no había hecho un pacto de sangre. Así que, con un par de velas, incienso de sándalo y una buena purga de energía con sal marina, me libré del enredo. Aprendí la lección.
Y para acabarla de joder, el teléfono, el pobre aparato que había sido el ancla de mi malogrado trato, se murió por completo. Una mañana simplemente no encendió. Lo llevé a reparar, pero me dijeron que la placa base estaba frita, sin razón aparente. Tuve que cambiar de equipo, lo cual fue un gasto inesperado y otra prueba más de que la energía mal dirigida puede manifestarse de formas muy tangibles y molestas.
La segunda cosa que hice fue analizar mi deseo. Sí, quería clientes que pagaran. Pero, ¿qué tipo de clientes? Quería clientes que valoraran mi trabajo, que me vieran como un experto, no solo como alguien que les haría un favor. Y quería clientes que no tuvieran problemas para pagar mis honorarios. En resumen, lo que deseaba no eran solo «clientes», sino un negocio próspero y valorado. Era una meta más grande, más específica, y con una emoción mucho más fuerte detrás.
Con esta nueva claridad, escribí un nuevo ritual. Esta vez fui directo, sin rodeos. Usé palabras que describían exactamente lo que quería: «Clientes que me respeten y valoren», «Negocio legalmente próspero», «Honorarios justos y pagados a tiempo». También me concentré en la emoción: Visualicé mi agenda llena, mi cuenta bancaria creciendo y la satisfacción de saber que mi trabajo era reconocido. En lugar de atar un demonio a mi teléfono (no lo fuera a perder de nuevo), abrí la puerta a la energía de la prosperidad con otro objeto.
El resultado fue completamente diferente. En poco tiempo, mi nuevo teléfono dejó de sonar con preguntas triviales y comenzó a sonar con consultas serias. La gente me llamaba con proyectos grandes y estaban listos para pagar por ellos. Ya no tenía que explicar por qué mi trabajo valía, simplemente se daba por sentado.
La conclusión es simple, y te la digo como abogado, pero también como alguien que ha lidiado con fuerzas más allá de este mundo: La ambigüedad es el peor enemigo del éxito. Ya sea en un contrato de negocios o en un trato con un demonio, si no eres claro, se te dará exactamente lo que pediste, no lo que deseabas. Y créeme, no querrás estar en la posición de tener que lidiar con un trato que no te beneficia solo por no haber sido lo suficientemente claro.
