¡Pícaro!: El eco del «Príncipe Lucifer

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Por: La Bruja Celestina

Hoy quiero contarles de aquella vez en que, por mi bocota, y mi deseo de ser más popular en el cole, se me ocurrió la «brillantísima» idea de contarle a todas mis amigas que Yo soy hija del Príncipe Lucifer, el brujo de Spotify que algunas de ellas siguen a escondidas.

Al principio, era emocionante. Era como tener un secreto oscuro y fascinante que nadie más en el colegio podía imaginar. Recuerdo cómo mis amigas me miraban, con esos ojos de curiosidad y un poco de temor, cuando les susurraba que Él era mi papá, el que hablaba de temas que la Hermana María Angélica nos prohibía incluso mencionar. Yo, con mi uniforme planchado y mi crucifijo colgado, me sentía… poderosa.

La popularidad llegó rápido, pero no de la forma que una señorita de colegio católico desearía. De repente, todas querían saber. «¿Tu papá invoca demonios de verdad?», «¿Sus rituales son hechizos que pueden funcionar?», «¿Es cierto que para grabar primero invoca al diablo?». Las preguntas me taladraban. Al principio, me hinchaba de orgullo, creyendo que era el centro de atención. Pero pronto, el centro de atención se convirtió en un escarnio.

Mis amigas de siempre, las que compartían mis secretos más inocentes y rezaban conmigo el Rosario, empezaron a alejarse. Me daban la espalda en el recreo, susurrando y mirándome de reojo. Era como si la oscuridad de los temas de mi papá se les hubiera pegado a mí. Una vez, la Hermana Superiora me llamó a su oficina. Me habló con una voz dulce, pero con una mirada de preocupación que me hizo sentir la peor de las pecadoras. Me preguntó si estaba bien, si mis creencias seguían firmes. Yo solo pude bajar la cabeza.

Y luego estaban las otras, las que se deleitaban con el chisme. Alejandra, la popular del curso, la que siempre era elegida para leer en la misa, me confrontó un día. ‘¿Cómo puedes ser hija del Príncipe Lucifer y estar en este colegio? Eres una vergüenza para todas nosotras’. Sentí que el piso se me abría.

La verdad es que no sabía cómo manejarlo. Un día, con el corazón encogido y las lágrimas a punto de salir, le pregunté a mi papá. Le conté cómo me sentía, cómo su fama me estaba persiguiendo y arruinando todo. Él me habló seriamente y me dijo:

«Mi fama, si es que la tengo, es mía y no tuya. No tienes que lidiar con nada, pero tú abriste la puerta al escarnio y al reflector adolescente cuando decidiste contar de quién eres hija, a sabiendas de que estudias en un colegio católico.»

Sus palabras fueron como un puñal. Tenía razón. Fui yo. Yo, la niña que busca la aprobación, la que quería ser especial. Y ahora, ahí estaba, con la sombra del Príncipe Lucifer persiguiéndome, con el peso de su «brujería» y sus temas prohibidos sobre mis hombros, y con la vergüenza de haberlo hecho público.

Pero entonces, algo «misterioso» ocurrió. Una mañana, la atmósfera en el colegio cambió. De pronto, el escarnio se detuvo. Nadie me molestaba, nadie me hacía el feo. El cambio fue tan drástico que me dejó perpleja. Por supuesto, le pregunté a mi padre sospechando que algo había hecho; pero Él solo respondió muerto de risa: «Seguramente Dios los iluminó.» Todavía, al leer este artículo antes de publicarlo, debe estar riéndose en silencio. También le pregunté a mi madre, por si supiera algo; pero Ella me dijo: “María, vos sabes que tu viejo no me tiene que andar dando explicaciones, pero quédate tranquila: ni loco permitiría que alguno de esos que Él llama ‘caretas de doble moral’ se te atreva a faltar el respeto, nena.”

Pero luego me enteré por boca de una de mis maestras: mi papá se había presentado en el colegio. Tuvo una reunión a puertas cerradas con la Madre Superiora. No sé qué hablaron, pero puedo adivinar. Papá es bueno para «arreglar» las cosas, y seguramente un fuerte donativo (acompañado de dos o tres frasesitas de las de Él) hizo milagros. Esto no lo cuento para dejarlo mal parado, sino para resaltar el gran amor que me tiene aunque su respuesta me haya parecido tan dura cuando se lo conté.

A partir de ese día, las monjas empezaron a resaltarme en todo. Que si mi letra era la más bonita, que si mi participación en clase era excelente, que si mi uniforme siempre estaba impecable. Alejandra, después de pedirme disculpas “por arrepentimiento”, fue desplazada y en su lugar, comencé a leer Yo en las misas, por órdenes de la Madre Superiora, decían. Mi nombre por aquí, mi nombre por allá… Era extraño, pero volvieron las amigas y las invitaciones, y ya nadie me señalaba. El rumor de «la hija del Príncipe Lucifer» seguía ahí, pero ahora, misteriosamente, estaba mezclado con un halo de intocabilidad.

La paz regresó, y me gusta pero no del todo, porque mis amigas, aunque se hayan acercado a mí de nuevo, no son auténticas. Ahora sé muy bien lo que mi papá tuvo que hacer, aunque Él (con una sonrisa pícara) lo negará mil veces como siempre.

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