Virgina de la Muerte

Parte Dos

Virgnia de la muerte

Amigos, hoy damos seguimiento a Virginia de la muerte; la aterradora historia que Fátima nos envía desde Michoacán y que comenzamos a leer la semana pasada. En esta segunda parte, Ella inicia dándonos un consejo que creo debemos escuchar. ¿Seguimos?

Virginia de la Muerte, Parte Dos

Hago un paréntesis en mi relato porque quiero aconsejarte que, si uno de tus niños te habla de sueños, pesadillas o hechos extraños, escúchalo y no le reprendas. Si el bien existe, también el mal. Así que, si tus hijos te hablan de estas cosas, ha sido porque las vieron y es tu deber como padre investigar a fondo para ver si lo que te cuentan está sucediendo, o es parte de su imaginación activa. Creo que, si mis padres lo hubieran hecho, habríamos podido evitar todo cuanto sucedió durante, y después de la estancia de Virginia en nuestra casa. Ahora permíteme seguirte contando.

Esa misma mañana, recibimos la llamada de la tía Luisa, que vivía en la ciudad de México con la abuela. Nos decía que por recomendación médica, era necesario que la abuela dejara la ciudad y habían pensado en que pasara unos días en Janitzio con nosotros. A mí me encantó la idea. Sin embargo, y puesto que la abuela ya no podía caminar, todos acordamos que de momento no supiera nada de Virginia hasta que pudiéramos explicarle la situación con calma. En cuanto llegara, la pondríamos en una de las habitaciones y luego, ya con tranquilidad, después de que hubiera descansado y estuviera más tranquila, hablarle de Virginia y hasta presentársela. Sin embargo, nuestra tranquilidad se quebró el momento en que cruzó el umbral de la puerta.

No voy a hablarles de todos los preparativos que se hicieron para que pudiera descansar a gusto entre nosotros; pasaré directamente a explicar que, al llegar, la abuela Angelita, quien siempre había sido una mujer serena y llena de sabiduría, nos hizo una seña para que detuviéramos la marcha en la entrada, sus ojos se abrieron de par en par y un grito desgarrador escapó de sus labios:

«¡Está aquí! ¡Está aquí!»

Sin saber de qué hablaba, y antes de que mi madre pudiera reaccionar, El lado derecho de su rostro comenzó a hundirse, como si una fuerza invisible tirara de él hacia abajo. Sus labios temblaban incontrolablemente, y su brazo derecho cayó pesadamente a su costado, como si ya no le perteneciera. Intentó moverse, pero su cuerpo parecía no responder. Sus ojos, normalmente llenos de vida, se tornaron vidriosos, perdidos en un abismo de terror y desconcierto. Yo era una niña de diez años, pero lo recuerdo todo como si fuera ayer. Sentía que el aire se volvía espeso, como si estuviera inmersa en una pesadilla de la que no podía despertar. La miraba fijamente, viendo cómo su piel adquiría un tono cenizo, y su cuerpo se convulsionaba ligeramente. Las palabras de auxilio se atascaban en la garganta de mi madre cuando llamó al número de emergencias, y a mí, que solo era una niña, el miedo me paralizaba.

Finalmente, los paramédicos llegaron. Intentaron estabilizarla, pero la expresión en sus rostros me decía todo lo que necesitaba saber. A pesar de sus esfuerzos, algo en mí sabía que una parte de mi abuela Angelita se había perdido para siempre en ese instante. Los siguientes días fueron un torbellino de visitas al hospital, máquinas que pitaban y rostros compungidos, pero esa imagen, la de mi abuela luchando contra un enemigo invisible, quedó grabada en mi memoria para siempre.

A partir de ese instante, la abuela Angelita quedó sin poder hablar, atrapada en su propio cuerpo. Sus ojos, sin embargo, seguían siendo un espejo de su alma, y en ellos podíamos ver el reflejo de un miedo indescriptible. Intentábamos comunicarnos con ella, tranquilizarla, pero cada noche, el miedo en su mirada se hacía más intenso. Era como si estuviera viendo algo que nosotros no podíamos percibir, algo que la aterrorizaba profundamente.

Pasaron un par de meses y los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. Aconsejaron que la lleváramos a casa y ahí, todos hacíamos lo que podíamos para cuidar a la abuela. Virginia, sin embargo, pidió que se le excusara, arguyendo que estas cosas le daban miedo. De modo que mi abuela Angelita nunca la vio, o al menos, nunca la vio físicamente. Una noche, un silencio sepulcral invadió la casa. Me desperté de repente, sin saber por qué, y en ese momento, escuché el grito. Era el grito de la abuela Angelita, un sonido que resonó en cada rincón de la casa. Corrimos todos hacia su habitación, Yo con el corazón latiéndome en la garganta, solo para encontrarla en su cama, inmóvil y fría. La abuela Angelita había muerto.

El miedo que había visto en sus ojos se desvaneció, dejando en su rostro una extraña paz. Pero el eco de su grito seguía resonando en mi mente, y con él, la incertidumbre de qué era lo que había visto, qué era lo que la había aterrorizado tanto. Así comenzaron los preparativos para el velorio y entierro.

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